Podemos decir “yo” porque antes pudimos escribir(lo).
Hipótesis que no asombraría en nada a Derrida o que le sacaría una mueca a Nietzsche, quien jocosamente nos aclara en su “autobiografía”, Ecce Homo: “una cosa soy yo y otra mis escritos”.
Lo que digo: es imposible hablar de un “yo” sin antes haberlo escrito, de lo que se sigue que cada vez que creemos hablar de ese “yo” (nosotros) no es más que la construcción engañosa que hacemos al decir-escribirlo en tercera persona. El testigo aparece en la escena que hemos montado de nosotros mismos disfrazados de “él”. El “él” es el único testigo de esta tercerización que hacemos de nosotros (el mejor ejemplo de una amplitud exagerada de ese “yo” primero, que imponemos a los demás “nosotros”, o lo que es lo mismo, los que son lo mismo que “yo”).
Una horripilante analogía de la tríada divina que domina nuestra cultura diría: Yo (Padre-Dios), Tú (hijo), Él (espíritu santo) es testigo en esa trilogía que es un gran ojo atento (y otra mueca de Nietzsche). Esta especie de secretario siempre presente que es el “él” se ha mantenido siempre en una oscuridad epistémica, en tal neutralidad ontológica hasta el punto de reservarse el rol de mero espectador en el envío del dios-hombre al mundo por parte de dios-Dio, para ser asesinado por el pueblo que Él había elegido para sí. Uno debió arrepentirse de su divina equivocación y al otro aún le duelen los clavos y le pesan los maderos, y el testigo sobrevuela dicha escena. Será el encargado de infundir un soplo divino a los escribas (contra todas las representaciones que el Yo-Dios había prohibido a su pueblo) que tomarán su misma actitud: neutralidad del “él”, la observación, un outsider que comenta lo sucedido como si fuera un acontecimiento.
¿Quién escribe? “Él”, siempre “él”, nunca escribe un yo. He aquí una plena y absoluta imposibilidad: la escritura del “yo”. Ni Yo-Dios pudo.
No hay posibilidad alguna de escribir una autobiografía, sin mentir. Al decir “yo”, primero ya ha sido escrito y segundo quien dicta es el “él”, para que “tú” leas y corrijas. No hay un autos sino un juego de las tres personas gramaticales, al modo de la Trimurti india: Brahma, Shiva y Vishnú; uno sueña el universo y lo crea, el otro lo destruye y el otro lo recrea, continuamente desde el comienzo de los tiempos. Un “yo” que juega a ser “tú” y ser “él”, para poder destruirse y reconstruirse entre tres, en un juego, sólo un juego.
En cuanto a la bio-grafía poco queda de la vida (bios) que no ha sido atravesado y materializado en algún grafo (escritura). Toda nuestra vida esta instaurada en una escritura, como si fuera una propiedad, un terreno, una casa, un templo. Miles de millones de grafos nos traspasan en cada parpadeo, aunque no nos demos cuenta, y van escribiendo eso que el “él” atestigua y nos dicta en palabras (grafías) como “la vida” (bios).
No existe algo como una escritura de la intimidad. La intimidad está demasiado cerca de lo privado (aquello que falta de algo) y del anonimato como para ser tomada como un valor. Si quien dicta es el “él” no hay posibilidad alguna de privado o anónimo para ese “yo” que pretende desnudarse, siempre con la ayuda de un tercero ¿excluído?
Yo no puedo hablar de-mí si no es desde otro lugar, desde “él”; si puedo hablar desde-mí o sobre-mí, pero quien habla ahí ya no soy “yo”, sino “él”.
“El “yo” constituye un privilegio sólo de aquellos que no van hasta el fondo de sí mismos” dice Ciorán, Nietzsche sonríe, Derrida escribe y yo,
“yo” garabateo.
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