El momishi rojo, el shosho amarillo fluo; como si fueran resaltadores para leer vaya uno a saber que. A mí se me ocurren tipo vitreaux cuando ando de caminata por el barrio, y además se me aparecen caras de los que extraño como si estuvieran acá viendo a través de mis ojos esos diseños vítreos.
Lo fascinante del otoño es ese regalo que te da: que en un mismo momento con-vivan la muerte, la agonía y la vida todas juntas, como tres buenas amigas, como tres viejas de mi barrio que se van el domingo en el bondi de las ocho y media al cementerio, conversando sobre vidas, muertes y agonías de cada una. Cada una va muriendo ni bien paso el tarjebus, en el viaje de ida; va resucitándose cuando llega al cementerio y sigue agonizando a la vuelta.
La tripleta del otoño, que juega con línea de tres: un poco de rojo, un poco de amarillo y algún marrón por ahí. Quedan pocos cuervos pero parece que gritaran más, bichos de mierda. A falta de perros sueltos que rompan las bolsas de basura, acá están los cuervos; ¡me recuerdan tanto a los curas! de negro, con picos afilados, feos, retraídos, con olor a enfermo, a encierro, desconfiados, reprimidos. Pero acá, en Japón, son muy “estéticos” para ellos.
Mi árbol, bajo mi ventana, estaba rojísimo, duró una semana, ya está todo pelado. Eso es otoñar. Ese strip tease es festejadísimo en Kyoto. Hay que hacer reservas de meses de anticipación para poder viajar en esta época, porque todos los japoneses quieren estar ahí cuando caen las hojas. Es una de las cosas que más disfrutan, junto con el hanami y el hanabi [花火=flor+fuego] (caída de pétalos de cerezos y fuegos artificiales).
Creo, se me antoja, que este es un pueblo de lo efímero, de lo que ya-se-termina, de disfrutalo-ya-porque-se-acaba, del devenir, de la muerte-vida, de lo otro de nosotros, de lo otro.
Un pueblo que puede ser tan enfermo por consumir, por las marcas internacionales, por el american way of life, por ser europeos, altos, rubios, de ojos claros, que quieren hablar inglés, ser graciosos, sensuales; pero que, a la vez, se pueden con-mover viendo caer una hojas rojas, unos pétalos de sakuras o un hanabi, una puesta de sol sobre algún árbol, tomando un tazón de té, leyendo un haiku, leyendo una caligrafía a pincel, tirando una flecha, acomodando flores o rezando en un templo.
Me voy de Japón con 2 otoños, 2 veranos, 2 inviernos y una sola primavera.
Me hubiera encantado tener otro hanami (花見=flor+ojo caminando). Me llevaré este otoño, como el Basho, el del momishi rojo y el shosho amarillo.
El que sabe hacer una concurrencia de infinitas “causas” geométricamente incalculables, y fractálmente desparramadas y diseminadas entre ramas, amontonadas en un mismo punto de ocurrencia, y desde ese puntito, ahí, ¡hace que se caigan las hojas! Una primero, otra después; las del momishi, rojas, las del shosho, amarillas, y justo caen donde deben caer, con espacios infinitesimalmente calculados, con dibujos de vitreaux que no caben en ninguna catedral, que me rebalsan, que me hacen doler del hermosor.
Hace unos cuantos años el monje zen Sesshu lo vió así, y con algo de tinta negra, de carbón de pino raspado contra el suzuri de piedra y agua, dejó esta imagen en papel de arroz del otoño y del invierno.
Ya extraño este otoño y todavía no terminó ¿me habré quedado sin hojas? ¿O será ese eco del haiku de Basho, que escribió pocos días antes de morir? Gracias a Kikaku que lo alcanzo a escribir y lo heredó a nosotros, gracias totales…
Este otoño
¿Porqué envejecí?
Aves en las nubes.
Con una hoja roja y otra amarilla, una primero, otra después.
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