28 sept 2010

Seppuku (切腹): una estética para la vida

Sintió, junto a toda una tradición que lo apoyaba y más allá de los límites carnales de su cuerpo, que su honor era más importante que su existencia. Había llegado a su último e inexorable límite, al borde mismo de su vida. Eso sintió, y se desgarró por dentro. Por afuera, su ánimo y su rostro parecían imperturbables, inflexibles, inconmovibles.

La historia que había configurado su cuerpo y su existencia singular insistía, reclamando y recordándole la diferencia entre una vida deshonrosa y una muerte con honor.

Se vio en posición de, literalmente, des-entrañarse de ese problema: el último. Esta era la senda elegida por él mismo, su pertenencia y su modo-de-vivir según el bushido (武士, camino del guerrero), lo que sustentaba y mantenía su vida como tal. Este era el párrafo que decidía su vida en este instante: “名誉 (Meiyo): Honor, el auténtico samurái solo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. Las decisiones que tomas y cómo las llevas a cabo son un reflejo de quién eres en realidad. No puedes ocultarte de ti mismo.”

La vulgaridad y la grosería de algunos a veces se puede medir cuando se trata de manera indistinta el sinónimo Hara kiri (腹切,corte de vientre) que no debe corresponderse ni equipararse a la gloria que envuelve al seppuku. La lectura es de los mismos kanjis, pero en distinto orden, y esto no sólo marca el cambio fonético, sino también de jerarquías y de aristocracia, más allá del leve sentido que se esfuerza en pretender unir al vientre con el corte; sólo eso señalan los kanjis: corte y vientre, lo que cambia drásticamente es el modo de llevar adelante la acción. Cualquiera puede abrirse el vientre, muy pocos lo hacen por la relación con un código de honor que los constituye, y según el ritual.

Morir en seppuku era parte de la herencia para su familia: el honor, la dignidad y la gloria de un seppuku (contra el desvalorizado sentido de un hara-kiri) y la vergüenza creciente en la misma proporción de la demora de realizar tal acto. La posición social y sobre todo la mirada del otro, eran determinantes en la familia del guerrero muerto.

Pensó y recordó a su familia en el mismo momento en que, luego de haber bebido su taza de sake -primer paso del ritual-, entintaba su pincel y comenzaba a delinear los garabatos en hiragana de su zeppitsu (“última pincelada”), luego de haber bebido su taza de sake,ente. de la poesico. su poema de despedida escrito en el anverso de su abanico de guerra. Hasta ese último, final y fatal momento era acompañado de la poesía, de la más íntima poesía que brota de esa terminal acción, y traducía esa emoción, ese extremo sentimiento ante la muerte inminente.

Dejó a un lado el pincel, tratando de que no se manche la extrema pureza y blancura de su kimono; se acomodó en seiza, quitó sus brazos de las mangas por dentro, y bajo sus rodillas las dobló, vacías, para que lo sostengan, tirantes, una vez muriendo, para no lucir tan indecoroso y obsceno al caer su cuerpo muerto hacia atrás.

Hizo el doblez del blanco papel de arroz sobre la hoja del afilado tanto, pensando en lo desagradable y deshonroso que era mancharse las manos con sangre en este momento tan sublime. Lo pensó como su póstumo origami, como una de los tantos papeles que él pacientemente había doblado, hasta darle forma de grulla o de crisantemos para el recreo de su pequeña hija. Acomodó el filo del tanto para que vaya cortando de izquierda a derecha, lo apoyó sobre su vientre y comenzó a cortar(se) firmemente, sin mueca alguna y sin sonido de dolor. Solo una larguísima exhalación, como un leve silbido: todo dolor, sin lágrimas, sólo dolor.

Buscó con la mirada empañada de rojo y blanco a su kaishaku, su asistente elegido para el seppuku, y éste interpretó la orden muda e insípida del guerrero: debía poner fin a su agonía, debía decapitarlo. Este acto, uno de los más honorables y casi amorosos de toda la cultura heroica japonesa, sirve tanto para evitar el dolor y la vergüenza del moribundo, como para evitar el sufrimiento de quienes observan y acompañan.

La delicadeza extrema del kaishaku había sido testeada con anterioridad por el seppukunin; solían ser amigos de mucha confianza, y esto acarreaba mucha responsabilidad, además de un gran honor y muestra de profunda amistad, respeto y lealtad.

Mucho del ritual quedaba en sus manos, en la precisión de su arte y en su sutileza: debía cortar el cuello del moribundo, dejando una leve y mínima línea de piel de la garganta para que la cabeza no se escapara del cuerpo rodando, lo que acarreaba vergüenza para ambos, además de deslucir el ritual. El mal desempeño del kaishakunin podía llevarlo a su seppuku por mala praxis.

Su cuerpo en zeiza, sin aliento, levemente caído hacia su izquierda, su cabeza ya separada delante de sus rodillas, el kaishaku finalizando la limpieza de honor ritual, y su tarea. Y, por delante, su poema zeppitsu palpitándonos aún:

Como un árbol fosilizado
del que no se esperan flores
triste ha sido mi vida
destinada a no producir ningún fruto.

Minamoto no Yorimasa

Todo honor, todo dolor.

Un ethos que se estetiza, que estetiza el cuerpo en su misma muerte: una est-ética de la vida.

Sin embargo…


del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)

1 comentario:

meri dijo...

有り難う por esta traducción.
Saludos