19 feb 2010

Guetas

Esperó. Mucho más allá de lo que se extendía su esperanza.

Aguardó un poco más, hizo otro doblez sobre su hakama y acomodó de nuevo su sedoso kimono. Sobre su obi, al costado izquierdo, sobresalía su katana y su rango a la misma medida. Mientras que el abanico marcaba su delicadeza.
Pensó. Mejor dicho ensayó preguntarse: cuántos haikus hace que la espero. Las piedras del jardín no se animaban a ensayar la respuesta, permanecían casi inmóviles, imperceptibles, blancasgrisesarenosas, en olas.
Sus rodillas marcaban un tiempo que comenzaba a doler, y sus caderas necesitaban ese balanceo hacia los costados que trae alivio y templanza.
Se detuvo un momento en sus tabis, negras, de seda e interior tan puramente blanco. Alzo la vista hacia el jardín, la bajó y precisamente justo ahí las vio. Las desnudas sandalias de paja estaban, habían estado, ahí hacía mucho tiempo, junto a sus lustrosas guetas, entre el helecho y el hibisco, asentadas sobre la misma piedra que invita al viaje por el jardín. No había podido ver los detalles porque en la posición asumida de vigilancia sólo se ve lo estrictamente necesario para no ser asaltado por la espa(l)da, por otro guerrero o por alguna geisha contratada a tales fines. Si había esquivado varias casas de té y varios tazones envenenados, si se había batido a duelo cientos de veces, si había respondido a ataques nocturnos, en inferioridad de condiciones y número, no se podía permitir este lujo de relajarse esperándola a ella. Pero ella lo valía, hasta su vida, hasta su muerte.
En sus pálidas y delicadas manos, una bandeja de laca negra con un tazón humeante que se asomaba con un leve sonido verdoso. La cabeza de ella se inclina hacia adelante, levemente; sus ojos entrecerrados y su mirada oblicua, tratando de esquivar el certero cruce con los ojos de él, se depositan entre sus sandalias y las guetas, en la piedra.
La invitación está sugerida. Siempre se sugiere, siempre.
La mostración directa es una forma de la banalidad y la grosería.
La insinuación se abría, él tomo el tazón, descruzó sus piernas y sus pies forrados en tabis buscaron las guetas. Una vez calzado extendió su mano derecha hacia ella, invitándola a la eternidad del jardín; ella sabía que esa era la mano que toma la katana para empuñarla, que sin ella liberada no había opción a corte alguno. Entonces retocó su kimono, puso su cara de avergonzada, acomodó su mirada y tomó su abanico; lo desplegó: tan blancamente puro, de una seda tan tensa como el tiempo, con un escrito en hiragana que caía hacia su borde. Lo miró a los ojos y pensó; mejor dicho, recordó: todo lo que había pasado durante esos 12 años de arduos estudios que requería llegar a ser una geisha, sus dolores, sus miserias y sus delicias; también inmortalizó, en ese mismo gesto, su venganza. Y sólo bastó un solo corte horizontal a la altura de la garganta (zaz!) para que se oyera el ruido de una katana (tracc!) sobre miles de piedritas blancas, tan blancas, que se anaranjaban y rojeaban de a poco. Este fue su gesto más amoroso: que no sufra como ella lo había hecho, que su muerte sea rápida, con algo de honor, con el poco que le corresponde al profanador.
La memoria retinal de él guardó, mejor dicho, eligió guardar, para mostrar ante sus kamis, la imagen de las sandalias y las guetas que esperan, que siguen esperando su paseo por ese jardín eterno.


Ella no.

del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)

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