Habría agregado un par de ciruelos, uno florecido, otro no.
Algo para ver, algo para ser visto, para hacerme digno de mirar; que me mire.
Ningún horizonte. Ninguno.
La única opción poética de decir enmudeciendo: eso. Tal, de eso se trata.
En una pátina de arrumbres, de tiempos oxidados, de almanaques deshojados en algún otoño, todavía se puede percibir ese brillo escondido, ahogado bajo capas de olvido. Bajo capas, y ahí aparece. Bajo mis capas y me bajo, al tiempo.
Deshojando las cosas cada pétalo se remite a sí mismo, en oquedad de color y perfume; y cae de mis manos, como un mudra, como mi último mantra.
Y está como a la espera de ser dicho, de que se le hagan rebotar las palabras, de intentos en vano de una voz afónica que carraspea sobre su última capa. Y debajo, debajo. Nada queda.
Un leve golpe para oír a qué suena ese hueco, cuántos ecos de esas cosas pueden rebotarse para hacerme creer que existe. Un leve golpe del nudillo del índice, del que indica, en indicativo primera persona singular. Una singularidad personal que me indique a qué suena ese eco, contra qué rebota. Será contra el color. No. Debe ser contra su textura. O acaso será sólo mi costumbre. Es mi miedo al vacío. Eso es. El eco. Por eso pongo una palabra justo ahí donde comienza mi miedo. La palabra es miedo y el genitivo es doble (siempre) del ser nominativo. Es miedo, el miedo y la palabra.
Si lo hubiera planeado no hubiera puesto el ser y el no-ser en un horizonte de sentido que lo recorten.
Hubiera puesto dos ciruelos.
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