un vacío, una nada
7 ago 2015
29 sept 2011
11 semanas, 4 días
Me viene a la memoria un breve diálogo cinematográfico en el que el samurai Katsumoto le dice al capitán Nathan Algren, ante lo efimero de un sakura florecido, "escribo un poema y me resulta muy dificil terminarlo”; luego de esperar por una sugerencia, concluye: "perfectas... son todas perfectas" y de este modo Katsumoto acepta su vida y su muerte en el mismo gesto poético.
Me viene al cuerpo una necesidad de sostenerme en la imposibilidad de balbucear ese poema perfecto, mi intento por mi mejor haiku. Y como mi cuerpo no lo puede contener, dice: pasa! a otro que sí, que todo lo puede: ella está, siempre estuvo ahí para contener, para cuidar, para curar. Y así se deja habitar por este doble poema, un perfecto haiku: ella y las dos estrofas que lo completan todo; un haiku apenas garabateado de manchones de tinta aguada y temblores de pincel, de kanjis y hiragana mal trazados por la pobreza del poeta y la torpeza del calígrafo.
No quedará una gota de tinta en mi suzuri para malgastar, para desperdiciar en lo que no tiene valor, en aquello que no accede a mi makoto (sinceridad de corazón), o que se encuentre lejos del vientre dilatado de mi mujer-poeta. No habrá una mancha ni del escurrido del pincel al lavarse, ni roce de esa tinta gris que desaparece en una rejilla, o algún viejo y reseco papel manchado, ajado y sin vida, que pueda competir con este haiku: el perfecto.
Ella y un haiku doble, albergar dos estrofas dentro de sí, parir esas dobles cinco sílabas y dejarlas retozar sobre el pecho de la estrofa de siete, donde habita el kireji (palabra-corte).
Si hubiera buscado afanosamente escribir mi haiku perfecto nunca hubiera llegado a superar este:
mi triple amor:
ella madre de los tres,
yo padre de dos
Ella, de luna llena, iluminando hasta mis más ínfimos deseos, no dejaba de contar calendarios ni de curarme; toda su fragilidad aumentada, como su vientre y una doble necesidad que la hace escucharse hacia adentro en un repliegue amoroso sobre sus dos ella.
El momento de la mujer-poeta le ha llegado, y su solipsismo la obliga a crear; y creó doble, nada más importa (¡y está bien así!).
Ahora toda ella es caricia y escucha hacia sí, toda ella es ahora ella, y los movimientos en su interior son sus movimientos exteriores, porque no existe nada fuera de ella.
Hoy presencia, en su vida, que está dando vida, que la espera es por tener esas vidas en la presencia de la caricia, entre las manos, sobre su pecho.
La espera viene desde dentro y empuja por salir(se) de lo abierto que ella es hacia la vida que será. ¿Cómo será ese abismo desde el cual laten estas dos viditas y desde el cual ella fue tranformando dos latidos, dos pulsos en dos pequeños bebés, dos poemas a punto de decirse?
Somos padres desde esta primavera de dos criaturas y mi triple amor deberá multiplicarse y luego dividirse; y después, después ya no importa.
En esta primavera perfecta todo se cierra y todo se abre: “ "perfectas... son todas perfectas", como mi haiku.
mi triple amor:
ella madre de los tres,
yo padre de dos
28 sept 2010
Seppuku (切腹): una estética para la vida
Sintió, junto a toda una tradición que lo apoyaba y más allá de los límites carnales de su cuerpo, que su honor era más importante que su existencia. Había llegado a su último e inexorable límite, al borde mismo de su vida. Eso sintió, y se desgarró por dentro. Por afuera, su ánimo y su rostro parecían imperturbables, inflexibles, inconmovibles.
La historia que había configurado su cuerpo y su existencia singular insistía, reclamando y recordándole la diferencia entre una vida deshonrosa y una muerte con honor.
Se vio en posición de, literalmente, des-entrañarse de ese problema: el último. Esta era la senda elegida por él mismo, su pertenencia y su modo-de-vivir según el bushido (武士道, camino del guerrero), lo que sustentaba y mantenía su vida como tal. Este era el párrafo que decidía su vida en este instante: “名誉 (Meiyo): Honor, el auténtico samurái solo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. Las decisiones que tomas y cómo las llevas a cabo son un reflejo de quién eres en realidad. No puedes ocultarte de ti mismo.”
La vulgaridad y la grosería de algunos a veces se puede medir cuando se trata de manera indistinta el sinónimo Hara kiri (腹切り,corte de vientre) que no debe corresponderse ni equipararse a la gloria que envuelve al seppuku. La lectura es de los mismos kanjis, pero en distinto orden, y esto no sólo marca el cambio fonético, sino también de jerarquías y de aristocracia, más allá del leve sentido que se esfuerza en pretender unir al vientre con el corte; sólo eso señalan los kanjis: corte y vientre, lo que cambia drásticamente es el modo de llevar adelante la acción. Cualquiera puede abrirse el vientre, muy pocos lo hacen por la relación con un código de honor que los constituye, y según el ritual.
Morir en seppuku era parte de la herencia para su familia: el honor, la dignidad y la gloria de un seppuku (contra el desvalorizado sentido de un hara-kiri) y la vergüenza creciente en la misma proporción de la demora de realizar tal acto. La posición social y sobre todo la mirada del otro, eran determinantes en la familia del guerrero muerto.
Pensó y recordó a su familia en el mismo momento en que, luego de haber bebido su taza de sake -primer paso del ritual-, entintaba su pincel y comenzaba a delinear los garabatos en hiragana de su zeppitsu (“última pincelada”), luego de haber bebido su taza de sake,ente. de la poesico. su poema de despedida escrito en el anverso de su abanico de guerra. Hasta ese último, final y fatal momento era acompañado de la poesía, de la más íntima poesía que brota de esa terminal acción, y traducía esa emoción, ese extremo sentimiento ante la muerte inminente.
Dejó a un lado el pincel, tratando de que no se manche la extrema pureza y blancura de su kimono; se acomodó en seiza, quitó sus brazos de las mangas por dentro, y bajo sus rodillas las dobló, vacías, para que lo sostengan, tirantes, una vez muriendo, para no lucir tan indecoroso y obsceno al caer su cuerpo muerto hacia atrás.
Hizo el doblez del blanco papel de arroz sobre la hoja del afilado tanto, pensando en lo desagradable y deshonroso que era mancharse las manos con sangre en este momento tan sublime. Lo pensó como su póstumo origami, como una de los tantos papeles que él pacientemente había doblado, hasta darle forma de grulla o de crisantemos para el recreo de su pequeña hija. Acomodó el filo del tanto para que vaya cortando de izquierda a derecha, lo apoyó sobre su vientre y comenzó a cortar(se) firmemente, sin mueca alguna y sin sonido de dolor. Solo una larguísima exhalación, como un leve silbido: todo dolor, sin lágrimas, sólo dolor.
Buscó con la mirada empañada de rojo y blanco a su kaishaku, su asistente elegido para el seppuku, y éste interpretó la orden muda e insípida del guerrero: debía poner fin a su agonía, debía decapitarlo. Este acto, uno de los más honorables y casi amorosos de toda la cultura heroica japonesa, sirve tanto para evitar el dolor y la vergüenza del moribundo, como para evitar el sufrimiento de quienes observan y acompañan.
La delicadeza extrema del kaishaku había sido testeada con anterioridad por el seppukunin; solían ser amigos de mucha confianza, y esto acarreaba mucha responsabilidad, además de un gran honor y muestra de profunda amistad, respeto y lealtad.
Mucho del ritual quedaba en sus manos, en la precisión de su arte y en su sutileza: debía cortar el cuello del moribundo, dejando una leve y mínima línea de piel de la garganta para que la cabeza no se escapara del cuerpo rodando, lo que acarreaba vergüenza para ambos, además de deslucir el ritual. El mal desempeño del kaishakunin podía llevarlo a su seppuku por mala praxis.
Su cuerpo en zeiza, sin aliento, levemente caído hacia su izquierda, su cabeza ya separada delante de sus rodillas, el kaishaku finalizando la limpieza de honor ritual, y su tarea. Y, por delante, su poema zeppitsu palpitándonos aún:
Como un árbol fosilizado
del que no se esperan flores
triste ha sido mi vida
destinada a no producir ningún fruto.
Minamoto no Yorimasa
Todo honor, todo dolor.
Un ethos que se estetiza, que estetiza el cuerpo en su misma muerte: una est-ética de la vida.
Sin embargo…
del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)
7 abr 2010
Mono-no-aware ("extrañar" (de) las cosas)
Es en Japón donde las estaciones intermedias (el otoño y la primavera) parecen explotar toda su potencia estética. Ahí derrochan todos sus colores, sus temperaturas, sus sabores y olores, su tiempo. Los rosados de los sakuras en primavera. Los rojos del momishii y los amarillos del ginko en otoño. Pero ante todo la efímera y transitoria belleza que hace que se disfrute ese-momento en el que dura, el mientras, el durante, el acontecimiento.
Una de las cosas que extraño son las actividades del otoño nipon: Geijutsu no aki (otoño de arte), Dokusho no aki (otoño de lectura) y Shokuyoku no aki (otoño da apetitos). Del arte a la lectura, hasta el apetito que dan estas actividades se extiende el otoño en Japón. Hacerse el tiempo otoñal para leer bajo la tibieza del sol que amarrona los arboles; la plácida sensación de suavidad solar al andar afuera a la hora de la siesta; poder darse tiempo para la expresión artística y disfrutar de los alimentos que aparecen sólo en esta estación.
En Japón se cosecha el arroz, aparecen los hongos, las peras, las manzanas más ricas, las uvas, las castañas humeantes en la calle; comienzan los festivales culturales y deportivos en las escuelas, las universidades y los barrios. El 1 de Octubre se cambia la ropa y los uniformados pasan a usar las mangas largas y los abrigos.
Todo esto bajo la atenta coloración del momishii y del ginko, uno que se colorea primero, el otro después…
Mañanas frías y tardes cálidas, siestas tibias, atardeceres rojizos, noches húmedas, pájaros apurados, más visitas en casa, más luces encendidas: Abril, las sombras más alargadas.
Será por esto que comparto con Buson
uno más que va errando
por la tarde de otoño.
27 feb 2010
Kare-sansui (枯山水:montaña y agua seca o marchita)
Satori es otro nombre para eso.
del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)
19 feb 2010
Guetas
Aguardó un poco más, hizo otro doblez sobre su hakama y acomodó de nuevo su sedoso kimono. Sobre su obi, al costado izquierdo, sobresalía su katana y su rango a la misma medida. Mientras que el abanico marcaba su delicadeza.
Pensó. Mejor dicho ensayó preguntarse: cuántos haikus hace que la espero. Las piedras del jardín no se animaban a ensayar la respuesta, permanecían casi inmóviles, imperceptibles, blancasgrisesarenosas, en olas. Sus rodillas marcaban un tiempo que comenzaba a doler, y sus caderas necesitaban ese balanceo hacia los costados que trae alivio y templanza.
Se detuvo un momento en sus tabis, negras, de seda e interior tan puramente blanco. Alzo la vista hacia el jardín, la bajó y precisamente justo ahí las vio. Las desnudas sandalias de paja estaban, habían estado, ahí hacía mucho tiempo, junto a sus lustrosas guetas, entre el helecho y el hibisco, asentadas sobre la misma piedra que invita al viaje por el jardín. No había podido ver los detalles porque en la posición asumida de vigilancia sólo se ve lo estrictamente necesario para no ser asaltado por la espa(l)da, por otro guerrero o por alguna geisha contratada a tales fines. Si había esquivado varias casas de té y varios tazones envenenados, si se había batido a duelo cientos de veces, si había respondido a ataques nocturnos, en inferioridad de condiciones y número, no se podía permitir este lujo de relajarse esperándola a ella. Pero ella lo valía, hasta su vida, hasta su muerte.
En sus pálidas y delicadas manos, una bandeja de laca negra con un tazón humeante que se asomaba con un leve sonido verdoso. La cabeza de ella se inclina hacia adelante, levemente; sus ojos entrecerrados y su mirada oblicua, tratando de esquivar el certero cruce con los ojos de él, se depositan entre sus sandalias y las guetas, en la piedra.
La invitación está sugerida. Siempre se sugiere, siempre.
La mostración directa es una forma de la banalidad y la grosería. La insinuación se abría, él tomo el tazón, descruzó sus piernas y sus pies forrados en tabis buscaron las guetas. Una vez calzado extendió su mano derecha hacia ella, invitándola a la eternidad del jardín; ella sabía que esa era la mano que toma la katana para empuñarla, que sin ella liberada no había opción a corte alguno. Entonces retocó su kimono, puso su cara de avergonzada, acomodó su mirada y tomó su abanico; lo desplegó: tan blancamente puro, de una seda tan tensa como el tiempo, con un escrito en hiragana que caía hacia su borde. Lo miró a los ojos y pensó; mejor dicho, recordó: todo lo que había pasado durante esos 12 años de arduos estudios que requería llegar a ser una geisha, sus dolores, sus miserias y sus delicias; también inmortalizó, en ese mismo gesto, su venganza. Y sólo bastó un solo corte horizontal a la altura de la garganta (zaz!) para que se oyera el ruido de una katana (tracc!) sobre miles de piedritas blancas, tan blancas, que se anaranjaban y rojeaban de a poco. Este fue su gesto más amoroso: que no sufra como ella lo había hecho, que su muerte sea rápida, con algo de honor, con el poco que le corresponde al profanador.
La memoria retinal de él guardó, mejor dicho, eligió guardar, para mostrar ante sus kamis, la imagen de las sandalias y las guetas que esperan, que siguen esperando su paseo por ese jardín eterno.
Ella no.
del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)
30 nov 2009
trazo-arriesgo
Será una pérdida eso que se desprende de mi cuerpo para escribirse en el ahí del afuera.
O sería pura continuidad de inmanencia que se busca enfrentada en la superficie que trae la escritura. Porque la escritura trae a la superficie como super-ficie.
Si cuando apoyo el pincel sobre la hoja blanca ya es ese acto en sí mismo la naturaleza del Buda, cómo tolerar que se piense (en exceso) un camino de la escritura (書道, Shodo) y que escribir sea en-tintar todas las cosas.
Primer paso en este largo camino que se abre bajo el pie:
Se toma la barra de tinta, se la raspa contra el suzuri, se le agrega agua: tinta (墨, sumi), se elije un pincel, una hoja de papel de arroz y se escribe.
¿Qué se escribe? ¿cómo? O sería más correcto: ¿quién (se) escribe? El (se) marca la epojé ( ) de ese supuesto “sujeto” que ha decidido liberarse de cada una de sus ataduras.
Qué se de-vela ahí, qué relación guarda eso conmigo, cuánto de mi goce se entinto y se garabateó en ese desprendimiento que soy.
Si no pudiera perderme, si no (me) arriesgara al caligrafiar, nunca se mostraría ese primer trazo como gesto
¿mío?
5 nov 2009
Escribir es hacer vacío
Dos encuentros necesarios: el mío y el del "tiempo" para escribirme: se ve que necesité animarme a juntar esas palabras, como al límite, como el guión que separa jardín-desierto, que se venían cayendo de mi poema, y las tuve que "pintar"-escribir. No opuse ninguna resistencia a dejarme trasvestir hacia lo más íntimamente y profundo femenino del hiragana, y agregarle a la hoja un par de kanjis masculinos. Mi suzuri tenía sed y más sediento aún, mi pincel, y lo que queda de mí, también. El olor a tinta me devolvió a pinos y viento, tanto que se me movió la hoja haciéndose un pliegue que aproveché como gesto estético de "irregularidad poética". Dentro de esa "irregularidad" ¿qué es un cuerpo? ¿qué es mi cuerpo? ¿qué cuerpo-soy? Qué cuerpo se escribe, eso me ronda antes de escribir(me): que el cuerpo se escribe. Respiro, escribo, solo y sólo cuando me he vaciado de cuerpo, cuando me queda nada, recién ahí es cuando acontece el pincel, cuando aprendo a perder hasta lo que no tengo.
Lo palpitante de los primeros trazos que hacen hiraganas-cesped, que parecen brotar bajo el pincel y buscar su propia orientación. Lo sanguineo de los kanjis que exigen vida, latentes, flexibles, musculares, óseos, carnosos: corporales, cuerpo(e)scritos, en el en-blanco que solo aparece cuando se apoya el pincel de negro de humo, y me extrañé, como pérdida, (me) extrañé. Escribí saturado de tinta, en un gesto de velocidad de mano, brazo, hombro, todo-el-cuerpo, y ahí quedé, secándome y contrayendo la hoja en la segunda irregularidad poética.
La irregularidad se va ordenando según su propio movimiento de trazado, y como los copos de nieve de Isutzu, "no caen en ningun otro lugar"... decime: ¿en qué lugar caen los kanjis? En el antes, antes de-en mis ojos. Ante lo impostegable, ante esas palabras que deben ser-escritas ahora, se escriben en el vacío, que las escribe.
La hoja es un cuerpo capaz de ser leído, el cuerpo es una hoja capaz de ser escrita: no puedo elegir.
Escribo-pinto, no importa qué, pero como epifanía.
4 nov 2009
Dejémonos escribir
Sabiendo de ante-mano que "los manicomios reciben los restos del Logos", pero que también esperan la locura, el suicidio, la mística, el Eros, la muerte, la poesía y el silencio. Así el afuera va rodeando y acechando al Logos, lo presiona y lo empuja haciéndolo tambalear hasta que pierde su equilibrio, para caer de su gruesa cuerda tensada de hermenéutica hacia su propio vacío.
En lo no-dicho descansa la Hermenéutica como tarea, como empresa,como espera, lúcida, paciente: como esperanza.
En lo no-decible se abre la ausencia de todo posible decir, se muestra el afuera como el límite que se deja transgredir en una experiencia hecha de vacíos, de uno sobre el otro, de un palimpsesto de pequeñas nadas, de tachas sin-hacer, in-encerrables en un sentido.
Lo no-decible es (im)posible y es ahí mismo donde se abre como (im)posibilidad, como presencia de un afuera que está vacío de ante-mano, como inexistencia de su ausencia, como desaparición.
Si no puedo no-decir (algo) de mí, inevitablemente (me) deslizo y resbalando caigo de nuevo en "Dios": "La 'Razón' en el lenguaje: ¡Oh, que vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática..." (Nietzsche)
Hay,
debe haber
una escritura ahí afuera
dejémos escribir, entonces...
10 jun 2009
escritura y poesía
soplar sobre su superficie con nuestro aliento, alentarlo,
mientras en el borde de la hoja aguarda un tsunami;
la fuerza que tensa la escritura le pertenece, pero su potencia le viene dada de afuera;
la muerte no tiene mucho que hacer mientras tenemos un libro en la mano;
no habla dios, ni acecha en las grietas
solo se estiran los pliegues, las hiancias
las pausas enmudecen
solo quedan marcas de uñas, transparentes
y dios juega a su propia muerte, es la muerte de la muerte;
se corren las palabras, se amontonan en el rincón y esperan a que las junten:
aparece el poeta; barre y junta las que caen de esa orilla, después del después;
Lo imposible que hace el poeta, como experiencia, es darle la misma condición a la palabra de ser-ella, y de ser-él: dos condiciones, un dios, un libro, dos muertes.